Viernes 29 de marzo del 2024
Opinión

Focos rojos: México, Cartagena, Londres

Las epidemias suspenden lo cotidiano, burlan las estratificaciones sociales, asaltan por igual un lado que otro de la frontera, ponen en entredicho los axiomas del orden moral imperante, llegando en ocasiones a reconfigurar las condiciones de la vida material, aparejado a los sistemas políticos e ideológicos que las sustentan. Otras veces, son elementos angulares en el reacomodo del mundo. El caso que más nítidamente representa este último punto es la pandemia de viruela de 1520.

En la época prehispánica, el territorio mesoamericano había conocido de fenómenos naturales, percibidos como acontecimientos sobrenaturales, entre ellos, varios Cocoliztli (pestilencias). Parte de la cultura corporal era la costumbre del lavado diario en acequias, ríos y temazcales. Sin embargo, a la llegada de los españoles, el aseo cotidiano fue objeto de castigo, dado que el cuerpo y la desnudez eran concebidos como terreno prohibido, repositorio de inmoralidad al que no se le debían dispensar mayores atenciones. El aseo ahora consistiría en el cepillado del cabello y el frotado de manos, pies, orejas y boca con un paño seco, sin que el agua interviniera en el proceso sanitario, hasta la Ilustración, cuando se aconsejó el baño frecuente con agua caliente.

Con saña fulminante, la viruela llegó a América en el segundo viaje de Cristóbal Colón. Elsa Malvido apuntó que la viruela del ganado, el sarampión de los perros, la varicela de las gallinas y la peste de la rata ya habían pasado del mundo animal al humano en Europa, lo que facilitó el contagio de nativos embarcados a España para aprender el idioma y las costumbres. A su regreso, éstos fueron portadores pasivos y propagadores involuntarios que desataron la pandemia de Hueyzahuatl (como aparece descrita en el Códice Florentino y la Tira de Tepechpan). Tanto para Sahagún como para Motolinia, los nativos de tierra firme estaban experimentando una dramática desaparición a causa de esta etiología.

A la violencia de la conquista se yuxtapuso el virus variólico, que encontró en los aztecas, totonacos, otomíes y mayas en México, los tayronas en Colombia, los incas en Perú y en los mapuches en Argentina y Chile a poblaciones en estadio de susceptibilidad inmunológica que permitió su aciaga diseminación. A partir de entonces los brotes de viruela ocurrían con periódica frecuencia, diezmando la población indígena de la Nueva España y demás territorios del Imperio Español. Una de las más notorias consecuencias de la elevada morbilidad de la mano de obra fue la introducción en gran escala de esclavos negros al continente.

La sociedad novohispana fue repetidamente aquejada por pestilencias de viruela, salmonela, paperas, disentería y Tepintonzahuatl (sarampión). En el siglo XVIII se registró una gran epidemia de Matlazáhuatl  (a decir de Marcela Salas y Elena Salas, una especie de tifo; para Nicolás León, más bien una forma de peste relacionada con pulgas y piojos). A diferencia de la viruela, esta enfermedad asestó un duro golpe lo mismo a indígenas y castas que a españoles y mestizos, por lo que todos se encomendaron a cultos como el Señor de las Maravillas en Puebla y se plegaron en rogativas a la Virgen de Guadalupe. Parecieron dar resultado, pues con su intervención, se creyó, liberó al reino de la pestilencia. En gratitud, fue entronizada como divina patrona y milagrosa protectora de México. Tras la jura, aumentó su devoción y se acrecentaron las representaciones de la advocación mariana en el arte y la literatura, sentando las bases para su incorporación al imaginario nacionalista descrito por David Brading y Enrique Florescano.

El tifo ha sido un protagonista en la historia humana. Hans Zinsser, en Rats, Lice and History, lo considera un colaborador en la caída de Roma. Y en Nueva España, a inicio de la nueva centuria, volvió a hacerse sentir desatado en las condiciones de insalubridad y hacinamiento del sitio al que el general realista Félix Calleja sometió a la ciudad de Cuautla, en control de María Morelos, el año de 1813. Logrando romperlo y huir, al desplazarse, el ejército insurgente se volvió vector de contagio y lo llevó primero a Puebla y luego a Tehuacán y Atlixco, región que junto el Bajío era el granero de la Nueva España. De ahí se desató el contagio comunitario y creció el número de infectados a lo largo del territorio. Durante la intervención francesa, el tifo experimentó una nueva oleada, que cobró la vida del general Ignacio Zaragoza.

En 1849 otra pandemia tocaba suelo americano, esta vez entrando por el puerto de Cartagena de Indias: “Cuando Florentino Ariza la vio por primera vez, su madre lo había descubierto desde antes de que él se lo contara, porque perdió el habla y el apetito y se pasaba las noches en claro dando vueltas en la cama. Pero cuando empezó a esperar la respuesta a su primera carta, la ansiedad se le complicó con cagantinas y vómitos verdes, perdió el sentido de la orientación y sufría desmayos repentinos, y su madre se aterrorizó porque su estado no se parecía a los desórdenes del amor sino a los estragos del cólera” (El amor en tiempos de cólera, 1985). La enfermedad infecciosa intestinal, provocada por los serotipos O1 y O139 de la bacteria Vibrio Cholerae, se había originado treinta y dos años antes en la delta del río Ganges provocando un cuadro diarreico que rápidamente deshidrataba el organismo y lo llevaba a la defunción.

Debido a la falta de condiciones sanitarias adecuadas y redes de agua potable y drenaje óptimos que se observaba en gran parte del mundo, la letalidad de la pandemia fue de aproximadamente el 50%. Hija de la globalización que había detonado la industrialización y la interconexión del mundo por los transportes potenciados con vapor, el cólera encendió las alarmas y se convocó a desarrollar los primeros intentos de cooperación internacional en materia de salud y contención pandémica: las Conferencias Sanitarias Internacionales. La primera de ellas se celebró en 1851 en París, el mismo año que la Exposición Universal de Londres. Destacados científicos como los bacteriólogos Robert Koch, Louis Pasteur y Adrien Proust (padre del escritor Marcel) fueron oradores en las distintas conferencias, en que se desplegaron medidas de identificación que ayudaran a controlar la transmisión de focos.

John Snow (York, 15 de marzo de 1813 – Londres, 16 de junio de 1858) fue un médico inglés precursor de la epidemiología.

En 1854, John Snow, célebre obstetra de la reina Victoria, se ganó el título de padre de la epidemiología con que lo ha reconocido la OMS, por descartar la teoría miasmática al demostrar que el cólera era causado por el vector acuático, al analizar la correlación entre concentración geográfica de los pacientes infectados con el consumo de aguas contaminadas con materias fecales del Támesis. Gracias a su hallazgo, las Conferencias Internacionales adoptaron protocolos para que las ciudades europeas se fueran dotando de sistemas de higienización y gestión del agua urbana. Si bien estas medidas permitieron erradicarla en los países desarrollados, persistió en los subdesarrollados como una endemia asociada a las condiciones de hacinamiento y pobreza.