Sábado 05 de octubre del 2024
Notas y artículos

El recorrido de la muerte

Por. Octavio Spindola Zago

Después de décadas de relativa paz y prosperidad que parecía vivir el mundo bajo la égida europea durante la Belle Époque, el siglo XX no pudo iniciar de manera más cataclísmica: el asesinato del archiduque Francisco Fernando precipitó un escenario político internacional que se sostenía con pinzas: fueron cuatro años de una matanza en escala no vista, al menos desde la Guerra de los Siete Años. En 1918, “la Gran Guerra llegaba a su fin, con su secuela de muerte y desolación; Estados Unidos se posicionaba como la nueva potencia económica y militar del mundo occidental; el capitalismo industrial entraba en una nueva fase, al tiempo que la Revolución soviética triunfaba en la Rusia zarista” (Miguel Ángel Cuenya, “Reflexiones en torno  a la pandemia de influenza de 1918”). Los hombres no habían aun regresado a sus casas con el sufrimiento a cuestas y el alma estrujada, cuando la influenza AH1N1 extendió su manto de muerte sobre el mundo.

Enfermedad respiratoria viral aguda de la familia de los ortomixoviridae, en su sintomatología combinó malestares neumológicos con vómitos y diarreas, ha sido considerada por unanimidad como la peor pandemia del mundo al haber matado entre 60 y 100 millones de personas en todo el mundo, más que las ocasionadas por la Primera Guerra Mundial (enfermando a unos 300-600 millones), muchos de ellos jóvenes y adultos saludables de entre 20 y 40 años. Si bien no hay un consenso respecto al foco originario (algunos señalan que Estados Unidos por cuanto el primer caso documentado fue en Kansas a comienzos de marzo proveniente de China, importada por braceros para el tendido de vías ferroviarias; y otros que es autóctona de Francia al ser el reservorio), coinciden los especialistas en que el frente de guerra europeo fue donde se inició la diáspora del virus.

El término influenza proviene del latín “influentia”, utilizado en los tratados médicos italianos del siglo XIV para referir a la influencia que fenómenos astrológicos o de los enfermos ejercían sobre la salud de las personas. Se conoció también como “gripe española” (del francés “grippe”, temblar de frío) debido a que la prensa de los demás países europeos, involucrados en el conflicto armado, estaba bajo censura militar, por lo que ocultaron la pandemia; únicamente la española, por su posición neutral, informaba de los nuevos casos bajo el nombre de “la gripe de los tres días”, “el microbio del soldado de Nápoles” y “la enfermedad de moda”, dando la impresión que sólo el país hispano era azotado por su flagelo. Sin vacunas para protegerse contra la infección por la influenza y sin antibióticos para tratar infecciones bacterianas secundarias, los esfuerzos se limitaron a intervenciones no farmacéuticas (del mismo calibre que los adoptados ante la peste negra). Los sectores pobres fueron duramente golpeados por esta gripe, pero también afectó al presidente Woodrow Wilson, al primer ministro Lloyd George, al káiser Guillermo II, el expresionista Edvard Munch y el simbolista Gustav Klimt, que no sobrevivió a la enfermedad. La cepa causante de la pandemia fue descubierta en 1943 y en 2005 se logró secuenciar por completo el genoma.

El verano de 2009 apareció otra vez un brote del virus, desatando una nueva pandemia. Las primeras muertes se registraron en México. Las estimaciones del Centers for Desease Control and Prevention sitúa la tasa de muerte entre las 50 y 500 mil personas, hasta agosto de 2010, cuando la OMS levantó la declaratoria de pandemia. Resultado de esta crisis sanitaria, por ejemplo, se popularizó el uso del gel antibacterial, patentado en 1966 por la enfermera Lupe Hernández en Bakersfield; hasta ese año, producto prácticamente exclusivo de hospitales y clínicas. Además de la AH1N1, la pasada centuria presenció dos pandemias mortíferas de influenza: la llamada “Gripe asiática” de 1957 (H2N2), que arrebató la vida de cerca de 1.1 millones de personas; y la “Gripe de Hong Kong” (H3N2), que en 1968 sumó un millón de muertes.

Volviendo la mirada a México, la fiebre amarilla (una enfermedad que bien puede ser febril leve y autolimitada, pero que puede avanzar hasta ser hemorrágica, hepática y mortal, causando ictericia en los contagiados), como pandemia se empezó a manifestar en las zonas selváticas y en la península de Yucatán, dos años después de la influenza española. Para ayudar a combatirla, el presidente Venustiano Carranza invitó a un importante doctor japonés, Hideyo Noguchi, para que colaborara en la lucha contra esta enfermedad con resultados exitosos. Gracias a su experiencia en diversos países del mundo, en especial en Estados Unidos, al que llegó en 1900 y destacó por sus estudios sobre la sífilis, Noguchi llegó a ser considerado al Premio Nobel de Medicina en 1913, 1915 y 1920.

Para la segunda mitad del siglo XX las viejas pestilencias y plagas eran ya páginas del pasado. En las ciudades su lugar lo ocuparon la tuberculosis y las enfermedades venéreas, ambas contagiosas, en tanto que en el mundo rural se propagó el paludismo, el dengue y el sarampión. Pero mientras que estas últimas sólo han sido reconocidas en el discurso público como enfermedades crónicas y eran tratadas como endemias, la tuberculosis y las venéreas calificaron de pandemia y fueron investidas con un halo de condena moral.

Si ha habido una epidemia que se caracterizó por estar impregnada de simbolismo y silenciada por el tabú fue la de SIDA, etapa avanzada de la infección causada por el Virus de Inmunodeficiencia Humana que disminuye el conteo de linfocitos CD4, comprometiendo al sistema inmunológico y dejando al organismo a merced de infecciones. Cuando los casos de muerte asociados al “cáncer rosa” (por las manchas rosáceas que aparecían en el cuerpo de las personas infectadas) crecieron exponencialmente, la prensa y los políticos, así como los grupos religiosos, fueron prontos en señalar como responsables a los homosexuales y su conducta desviada. Las consecuencias eran fatídicas: aparejado a combatir la enfermedad, los pacientes debían lidiar con el rechazo social y profundas crisis psicológicas que les solían llevar al suicidio.

Debido a este acallamiento mediático, la ruta de la muerte del SIDA fue conocida de forma testimonial por quienes buscaron en la literatura un medio para dejar su testimonio y realizar una catarsis que la sociedad les negaba. Como se lees en “El SIDA y la retórica del miedo”, publicado en Tierra Adentro en 2009 (agradezco a Luis Felipe Lomelí por facilitarme el texto que coescribió con Luis Martín Ulloa), “no hay otra forma de enfrentar desde las letras un asunto de tal magnitud que asumiendo una posición absolutamente comprometida. En los 80s el desconocimiento y la estigmatización era mayor  (a la comunidad gay) y por tanto, de parte de los seropositivos, surge una desconfianza generalizada hacia las Instituciones (la familia, el Estado, los departamentos de Salud). Eran seres humanos que de golpe y a causa de un diagnóstico médico habían caído en una suerte de desarraigo. De la familia, de la sociedad. De la vida.”

Los primeros en romper el silencio y narrar sus experiencias fueron Randy Shilts en And the Band Played On, Larry Kramer en The Normal Heart, Cyril Collared con Les Nuits Fauves, Hervé Guibert en A l’ami qui ne m’a pas sauvé la vie y Harold Brodkey en Esta salvaje oscuridad. En el ámbito latinoamericano, la literatura de la onda introdujo el tema, en una sociedad conservadora que condenaba la campaña que el CENSIDA realizaba promoviendo el uso de condón y preferían promover la abstinencia e invitar a los homosexuales, lesbianas y prostitutas a alejarse de esa conducta permisiva. Ejemplos notables fueron Pedro Lemebel en Loco afán, crónicas de sidario, Reinaldo Arenas con Antes que anochezca, Fernando Vallejo y El desbarrancadero, y los mexicanos Joaquín Hurtado (Crónica sero) y Antonio Algarra (Un día nublado en la casa del sol). Sepúlveda Amor, director del CENSIDA, fue pionero en rechazar la retórica de “los grupos de riesgo” y en su lugar referir a “prácticas riesgosas”, que evitaran estigmatizar a personas.

Si bien en 2014 virólogos de Oxford y Lovaina concluyeron que el SIDA se originó en los chimpancés y mutó al entrar en contacto con los humanos (posiblemente a través de sangre contaminada que infectó heridas de cazadores en la década de 1920), la percepción social de este enfermedad no ha logrado modificarse totalmente, y debido a que ya no se considera mortal se ha convertido en una simple enfermedad más para la que no parece haber urgencia en encontrar una vacuna.